A fines del siglo XIX, el vecino Miguel Caviglia, recibió unas pocas semillas de tamarisco, desde Europa.
Las mismas, le aseguraron, podían generar árboles capaces de crecer a despecho de la falta de agua, el terreno agresivo, los vientos marítimos o el golpeteo de la arena.
Si eso era cierto, esas plantas darían respuesta a una necesidad clave, en
una zona donde los árboles morían de pie.
El resultado excedió con creces lo esperado y, con su porte tan singular, el tamarisco creció en la bahía, contra
tierra y marea.
Quizás deberíamos sacar ese tamarisco interno para soportar todas las adversidades de la vida. Que a pesar que nos castiguemos contra los peores desafíos llegara un momento donde disfrutar de la calma bajo la sombra sintiendo la brisa pasar.
Estos tamariscos acompañaban el aljibe de la vieja estación de Murature, me contaron que aquí dio sus primeros pasos mi madre; dura como un roble pero resistente como el tamarisco.
Cruce a penas La Pampa, solo a buscar un poquito de mi corazón.